El 1º de octubre del 2020 se conmemoró un siglo del Tribunal Constitucional de Austria. Las ideas kelsenianas que dieron base a este Tribunal fueron un arquetipo para Europa tras la 2ª Guerra Mundial.
Después de la caída del muro de Berlín, sus características distintivas fueron visiblemente replicadas en diversas Constituciones de Europa del Este y América Latina. En algunos países de Asia y África encontramos también ese impacto.
En la actualidad, en muy diversas naciones prevalecen tribunales especializados para una justicia constitucional concentrada. En muchas de ellas con un protagonismo no desdeñable en el sistema jurídico, político y democrático.
La proliferación mundial de estos tribunales a lo largo de décadas es un fascinante fenómeno del constitucionalismo comparado. Al mismo tiempo, el Tribunal Constitucional austriaco constituye una de las más sobresalientes contribuciones europeas al control jurídico del poder.
Esta celebración representa un oportuno momento para preguntarnos acerca de qué aspectos de aquel centenario modelo sobreviven en nuestros días.
Cabe cuestionarse si las actuales Cortes Constitucionales conservan su lógica elemental, estructura o los procedimientos diseñados por Kelsen para la garantía jurisdiccional de la Constitución de Austria de 1920.
Más allá de ello, puede reflexionarse si el Tribunal Constitucional preside un diseño capaz de prestar la mejor cobertura al propósito de la paz social —como fue defendido por su autor— o a la protección de los derechos fundamentales —responsabilidad adquirida, en este caso, pese a la resistencia de sus tesis—. 1
En nuestros días, destacan algunos elementos inamovibles en los tribunales afines a la institucionalidad kelseniana. Ahí donde existen, se mantiene intacta la idea del control abstracto en una lógica de monopolio jurisdiccional.
Como consecuencia directa de ello, se conserva la facultad de emitir decisiones con efectos generales en supuestos de invalidez de las leyes.
Sin embargo, el modelo contemporáneo de Tribunal Constitucional se ha divorciado de su esquema embrionario en características vertebrales de su identidad.
Buena parte de esta afirmación tiene que ver con la distinta función que cumplen al resolver problemas de derechos fundamentales. Directamente relacionado con ello, se han transformado de raíz los fundamentos teóricos y prácticos en la aplicación de normas jurídicas que sustentan dichos derechos.
Ni los órganos jurisdiccionales europeos, ni los latinoamericanos —con distintos grados de contundencia, eso sí— poseen siempre una posición terminal en las disputas constitucionales relacionadas con los derechos en democracias representativas.
De hecho, las democracias contemporáneas no pueden considerarse genuinamente como tales si no guardan adhesión a tratados internacionales de derechos humanos. Es difícilmente concebible una democracia constitucional sin una marcada identidad internacionalista.
Dentro del conjunto de países que integran sistemas regionales de derechos humanos, ningún tribunal doméstico, por constitucional, superior o supremo que sea, puede considerarse órgano definitivo del orden jurídico.
Es cierto que esta situación empezó a hilvanarse desde el momento mismo en que inició la reconstrucción de los regímenes políticos tras la segunda posguerra. Pero en nuestros días es más evidente el atemperamiento soberanista de los ordenamientos internos cuando de derechos humanos se trata.
Hoy, las teorías del Derecho con las que pueden identificarse los razonamientos legítimos de los Tribunales Constitucionales son diametralmente otras. Estos Tribunales no juzgan, ni pueden razonablemente solo juzgar sobre la base de subsunciones.
No deben ni pueden pretender trabajar con un exclusivo sistema de reglas. No pueden entender como prevaleciente la doctrina de la deferencia al legislador con los mismos niveles de escrutinio en supuestos de discriminación histórica de grupos sociales. No pueden actuar como únicos aplicadores de la Constitución con exclusión de jueces ordinarios. 2
La superioridad institucional de estos Tribunales —en la que Kelsen creía profundamente— es relativa frente a modelos de Cortes Supremas, las cuales no han necesitado el control abstracto para contribuir al equilibrio del poder y al sustento de una democracia constitucional.
El ejemplo más importante, pese a su antigüedad y a su preclara identificación con la dinámica política, sigue siendo la dos veces centenaria Suprema Corte de los Estados Unidos.
Los modernos Tribunales Constitucionales se enfrentan a retos muy diferentes a los que justificaron su creación. Los procedimientos de su integración siguen siendo generalmente insatisfactorios. Pero en la actualidad se enfrentan a otras vicisitudes, como el inacabado diseño de las maneras de satisfacer las necesidades dialógicas y de ciudadanización de la justicia.
Es problemático concebir un Tribunal Constitucional sin una dinámica deliberativa con otros poderes y órganos (especialmente con el propio Legislativo), o sin mecanismos que les permitan conocer el pulso de las sociedades en las que operan. Nada de esto tiene que ver con las preocupaciones kelsenianas.
Es difícil mantenerse en la idea de un tribunal introvertido, encerrado en fórmulas de decisión para normas pretendidamente explicables sólo en términos de derecho. O supuestamente autosuficientes, desprendidas del conocimiento empírico, técnico, o de otras disciplinas científicas y sociales en la resolución de los conflictos.
Por otro lado, los Tribunal Constitucionales de hoy pueden admitir una actitud coadyuvante con los tribunales internacionales, por ejemplo, en cuanto a la ejecución efectiva de sus sentencias.
Por cierto, en este rubro, poco hay que reprochar a la teoría kelseniana. La jerarquía de las normas fue y es un concepto clave en la ordenación jurídica de los ordenamientos en el positivismo jurídico. Pero, al menos en las tesis fundacionales, nunca sirvió para explicar alguna interacción con Cortes internacionales de derechos humanos: éstas simplemente no existían hace 100 años.
Finalmente, debe ser motivo de reflexión el rol de los Tribunales Constitucionales frente a normas constitucionales de compleja o de imposible incompatibilidad con normas internacionales, criterios jurisprudenciales desprendidos de ellas, o directamente frente a condenas de Cortes supranacionales.
Los Tribunales Constitucionales podrían sentirse en la posición legítima de velar por que la responsabilidad internacional cobre efectividad incondicionada en el ordenamiento interno. Se trataría de fundamentar la idea de que, además de garantes de la Constitución, son garantes de la concurrencia de ésta con contenidos mínimos, civilizatorios, de derechos humanos.
Aunque en este relevante punto cabe una curiosa paradoja: en la medida en que lo que puede orientar esta cuestión es justamente una premonición kelseniana de 1927. La cito: “[…] el derecho internacional no pronuncia por sí mismo la nulidad de los actos estatales que le son contrarios.
No se ha elaborado todavía un procedimiento mediante el cual estos actos irregulares pudieran ser anulados por un tribunal internacional. […] El derecho internacional no tiene, en última instancia, más sanción que la guerra, sanción que no hace desaparecer el acto que es contrario a sus normas.
Esto último no impide que el derecho internacional, si se supone su primacía, pueda constituir una medida de la regularidad de todas las normas estatales, que comprenda a la más importante de entre ellas, es decir, la Constitución”.
ibericonnect