Hambre, violencia y desabastecimiento, en barrios sin esperanza
Llegar a Maracaibo es entrar en una especie de zona de guerra. Los habitantes deambulan como fantasmas entre las ruinas de calles desoladas y montones de basura que ellos mismos han de quemar porque ningún servicio público se ocupa de recogerlas. Los escombros, fruto de los saqueos a comercios durante los últimos apagones, dominan el decadente paisaje urbano.
Pero la capital del estado Zulia, otrora el centro del orgullo petrolero de Venezuela, no es Siria ni Libia. La causa de la ruina de Maracaibo, la segunda ciudad el país, es la descomunal crisis en la que ha hundido al país el régimen chavista, agudizada ahora, aún más, por los cortes en el suministro eléctrico, que obliga a los maracuchos a peregrinar durante horas en busca de agua potable, alimentos y combustible o a quedarse refugiados en sus casas, a la espera de luz para encender el aire acondicionado con que hacer frente a un calor abrasador.
«Llevamos más de un año sin agua. ¡Yo debería estar en mi escuela y no voy porque debo ayudar a mi mamá en esto!», grita con rabia Michelle, una adolescente con la ropa empapada y el rostro demacrado, mientras intenta conseguir agua potable de una tubería subterránea, por la que hacen cola y se pelean niños, mujeres y hombres. «Aquí donde me ve, no me he llevado un pan a la boca desde anoche», añade esta chica de 14 años que parece mayor.
Los carteles y vallas publicitarias con el eslogan «La primera ciudad de Venezuela» que salpican Maracaibo son hoy un sarcasmo agraz. Zulia, donde se extrae el 60% del crudo venezolano y con un extraordinario potencial agrícola y ganadero, llegó a ser la envidia de Iberoamérica. En su aeropuerto había un intenso tráfico internacional. Ahora la lucha por la supervivencia es extrema para los cuatro millones de habitantes de la región, las colas para llenar el depósito son kilométricas y sobran los dedos de una mano para contar las rutas de vuelos.
«Aquí los pobres perdemos la vida. Hoy voy para cuatro horas y ahora acaban de cerrar la estación para ver si llega otro camión para surtir», dice con resignación Abelardo Montiel, mientras espera cerveza en mano en una gasolinera. «Yo no tengo los cobres (dinero) para pagar a los guardias que te quieren vender hasta en un dólar el litro, cuando la gasolina es regalada en este país», se lamenta.
El drama en toda su crudeza
La miseria es también patente en Caracas, pero el régimen de Maduro destina los recursos que puede a la capital del país para protegerla como una burbuja y evitar que haya estallidos sociales. Si el problema no ocurre en Caracas, es como si no existe. En Maracaibo, en cambio, el drama del chavismo se presenta en toda su crudeza.
Por eso también el régimen se esfuerza por mantenerla aislada, fuera de la vista de los medios independientes. Militares, milicianos y paramilitares armados de los «colectivos» vigilan para impedir el acceso de la prensa a los puntos calientes de la ciudad. Los hospitales están blindados y entrar en ellos sin autorización puede acarrear ser detenido o expulsado, en caso de los periodistas extranjeros.
«La censura es cada vez mayor. A nosotros nos han metido hasta tanques dentro de las residencias», asegura Carmen Gamboa, residente de un bastión opositor, las Torres del Saladillo. «Estos grupos no respetan a nadie –explica–. Vienen con armas y nos amenazan si protestamos o denunciamos lo que está ocurriendo».
Además, la señal de internet es intermitente. Los periódicos de papel han desaparecido y solo quedan panfletos de propaganda del Gobierno, por lo que en Maracaibo, si no hay conexión a la red, uno no se entera de nada.
Solo hay luz unas pocas horas al día. Los cortes no tienen ningún tipo de programación. Una zona de la ciudad pasa una semana entera a oscuras, mientras otras tienen electricidad un par de horas. A veces aparece inesperadamente, pero si llueve puede que los transformadores estallen o fallen.
«Nos salvamos de una tragedia», cuenta Gladys Bardallo, de 79 años, del sector Libertador. «Los cables se incendiaron sobre la casa y el cuarto se nos quemó y explotaron todos los cables –recuerda–. Los bomberos, que están a dos calles, no llegaron nunca por no tener insumos para trabajar, ni personal».
Pero para conocer las verdaderas entrañas de la tragedia de Venezuela hay que adentrarse en un barrio como el de los Altos del Milagro Norte, en la parroquia Coquivacoa. En chabolas hechas con restos de madera y hojalata, malviven niños siempre hambrientos, que como mucho comen una vez al día. Las epidemias campan a sus anchas y las expectativas de vida son muy escasas. Además, los supuestos «operativos de paz» de las Fuerzas Especiales de Seguridad (FAES) y la violencia de las bandas acechan a diario.
Para acceder a este rincón oculto donde habitan los grandes olvidados de la revolución bolivariana es imprescindible recurrir a un líder social que permita sortear a las cuadrillas de paramilitares y a los agentes de Policía.
Los vecinos del barrio acogen a los periodistas con cierto alivio, como una posible tabla de salvación frente al abandono y el aislamiento a los que se ven condenados, sin apenas ayuda en su desgracia. «Si no denunciamos la realidad de lo que está pasando, nadie se entera de la verdad, ni los venezolanos ni el mundo. Aquí tenemos de todo: exterminio, hambruna, maltrato familiar. Es un infierno», resume Carolina Leal, una líder social que en el pasado militó en el partido chavista, pero que ahora vive para ayudar a la gente. Desde hace tres años reparte más de 250 almuerzos semanales.
Desnutrición y enfermedad
Recorrer los Altos del Milagro es desnudar lo más bajo de la crisis venezolana. En una sola manzana, como desterrados en su propia patria, se ocultan, entre paredes hechas a retazos y techos destartalados, niños desnutridos, discapacitados, infectados de VIH y enfermos mentales.
Miguel Blanco, un joven de tez blanca de 28 años, yace con las piernas encogidas sobre una cama en una de las infraviviendas del barrio. Su cuerpo está famélico, carece de masa muscular y su piel se pega a los huesos. El rostro revela una desnutrición severa y una hidrocefalia congénita. Su madre, sin ayuda, le dedica incasablemente sus días. «Le doy lo poco que puedo, yuca y arroz, y le hago pañales de tela», afirma.
No lejos de allí se halla Ana Bravo, de 14 años. Mide poco más de un metro y pesa 20 kilos. No habla y se comunica con señas. Golpea sus manos para indicar que quiere comer. No se pudo desarrollar a consecuencia de la mala alimentación. Es un ejemplo del centenar de casos de malnutrición en este mísero caserío.
Otros niños montan en bicicleta o juegan en las calles, rodeados de escombros y polvo. Gustavo Rincón, un pediatra que visita con frecuencia el barrio, señala que los menores hacen un esfuerzo por olvidar el hambre, pero el cuerpo los delata. «Tienen el pelo cobrizo y fino, y son cabezones. Esos son síntomas claros de desnutrición. Estamos lamentablemnte ante una generación de tarados», denuncia.
En estos atestados suburbios, sus pobladores usan una mezcla de maíz, sal y yuca para intentar hacer algo similar a la tradicional arepa venezolana. Es cuanto se pueden permitir.
La escasez que azota Venezuela es aún peor en Maracaibo por el contrabando con Colombia, que deja millones de ganacias a aquellos que se aprovechan de la circunstancia. Hablar de hambre aquí es diferente. Hay alimentos, pero lo complicado es tener los recursos para pagarlos. «Con nuestro sueldo mínimo (cuatro euros), tan solo compramos un cartón de huevos. Es imposible que no existan desnutridos en este país», apunta una vecina, Daysi Delgado.
El otro gran muestrario de la catástrofe humanitaria de Maracaibo es el Hospital Universitario. En su día fue un ambicioso proyecto incluido en el programa de obras públicas de la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez, en los años 50, con más de 600 camas. Además, fue el primer hospital venezolano en realizar un trasplante de riñón. Hoy su realidad es otra.
«Llevo diez años esperando un trasplante de riñón, pero ante lo que está ocurriendo prefiero esperar. A un compañero de diálisis lo llamaron para avisar de que ya estaba listo su donante, y en medio de los apagones el riñón que esperaba se dañó», cuenta María Esis.
El centro cuenta con una planta eléctrica, pero solo puede funcionar una o dos horas, frente a las interrupciones, que pueden durar 24 horas. Ante ello, los cirujanos han tenido que finalizar las intervenciones quirúrgicas con la luz de sus teléfonos móviles.
Las salas de hospitalización apenas tienen pacientes, ya que no existe material para realizar las operaciones, y las habitaciones han pasado hacer de depósitos de equipos y camas en desuso.
Además, el centro de salud se encuentra en riesgo de una contaminación generalizada, porque falla la recogida de residuos y la limpieza de las zonas donde se almacenan. «Con el calor las bacterias proliferan, y hay que recordar que en Maracaibo las temperaturas pueden alcanzar 40 grados centígrados, lo que fácilmente convierte los pabellones en hornos», denuncia la cirujana Dora Colmenares.
El hospital no cuenta con radiólogos ni enfermeras, debido a que la situación del país ha forzado a más de 2.800 miembros del personal médico a cruzar las fronteras. «En estos momentos nos encontramos en una emergencia humanitaria compleja. Los médicos tenemos conocimiento de que el 60% de la población está en condición de desnutrición, pero qué pasa con los que no vemos porque prefieren morir en sus casas. En materia de salud hemos retrocedido siete décadas, en estos momentos nos encontramos prácticamente en el siglo XIX», asegura Colmenares. Y añade: «No entendemos por qué razón la ayuda enviada al país no llegó primero al estado con una mayor urgencia sanitaria». Los médicos también denuncian que, desde hace cinco años, carecen de un boletín epidemiológico, por lo que disponen siquiera con un control de las enfermedades del país.
Texto: Jorge Benezra.Fotos: Álvaro Ybarra Zavala.
ABC/ IDAED