Angélica, Carlos y Juan tienen un punto en común: llegaron ilegalmente a Estados Unidos por la frontera con México y fueron detenidos. Los tres sufrieron en diferentes centros de reclusión, pero solo dos de ellos calificaron para pedir el asilo. Conozca las historias de estos venezolanos que retaron al duro camino y a las autoridades para buscar suerte en el país norteamericano.
RL / Idaed / ElPitazo
La zuliana Angélica Reyes, de 27 años, cruzó ilegalmente la frontera de México con Estados Unidos para buscar nuevas oportunidades y ayudar a su familia. Después de atravesar el último tramo para llegar a territorio estadounidense la esperaba una detención de tres semanas en una cárcel para inmigrantes.
El Pitazo habló con Angélica y con Carlos, dos venezolanos que fueron detenidos al llegar de forma ilegal al territorio estadounidense. Además, en este trabajo relatamos la historia de Juan, un joven de 21 años que –a diferencia de sus paisanos– no calificó como candidato para pedir asilo.
El 10 de abril un coyote dejó a Angélica a las 5:30 am en Río Bravo (México) o Río Grande (EE. UU.), vía que usan los migrantes ilegales para ingresar a territorio estadounidense. Caminó junto a otros 12 compañeros de viaje hasta una parada a la espera de la policía fronteriza.
«Llegó una camioneta primero y se bajó un oficial. Él nos explicó que debíamos esperar la llegada de una unidad que nos iba a trasladar al centro de detención. Ahí nos colocaron brazaletes a todos para identificar el grupo que había llegado ese día; el brazalete tenía la fecha», contó.
Angélica –nombre ficticio a petición de la entrevistada– relató que a la hora de espera llegó una van con asientos de metal y rejas adentro. Los trasladaron hasta un centro donde les tomaron sus huellas, la documentación, el pasaporte y el dinero que llevaban. «Revisaron los bolsos y botaron cremas, objetos filosos, ropa mojada, maquillaje, perfume. Todo terminó en la basura».
«Ese proceso de espera para entrar en el sistema se tardaba al menos tres días, según nos explicó uno de los oficiales, que hablaba español. En mi caso, fueron seis días y medio», dijo Angélica, quien pasó por tres centros para detenciones menores.
Esta es una de las experiencias más difíciles de mi vida. Todo es cuestión de suerte, aunque hay que aferrarse a la fe también, porque nadie dijo que sería fácil
Angélica
Durante seis días, la familia de Angélica desconocía dónde estaba y si había llegado. No podía comunicarse con nadie ni las autoridades le informaban su estatus migratorio. La movían de un centro a otro.
En uno de los tres centros por los que pasó, estaba en un cuarto pequeño con 32 mujeres. Solo había una poceta, un bebedero de agua y no había ducha. «Yo duré seis días sin bañarme, no había espacio. No importa el COVID-19 ni ninguna medida de protección, nos metían en los cuartos con mucha gente».
En ese centro les dieron una sábana para dormir en el suelo, aunque no era de tela, sino un trozo de material térmico para cubrirse del frío en las noches.
Cárcel para migrantes
Al pasar los siete días llegó un transporte que la trasladó esposada, con un grupo de personas, hasta una cárcel para migrantes en Luisiana, al sureste de Estados Unidos, donde la asignaron a una celda con 60 mujeres.
La prima de Angélica, oriunda de Cabimas, también había cruzado por México, pero por estar acompañada de su hija, solo había durado dos días mientras ingresaba al sistema migratorio de Estados Unidos. «Yo sabía que iba a dormir en el suelo, porque ella me lo advirtió, pero no que iba a ser tratada como una criminal», cuenta.
No se esperaba que su destino fuera una cárcel. «Me esposaron de manos, caderas y pies. Eso no lo sabía».
Angélica recordó que el personal de la cárcel hizo comentarios denigrantes y negativos. «Muchas de las personas que estaban conmigo no hablaban inglés, pero yo sí. Hacían comentarios sobre los rostros, color de piel y otras frases por la condición en la que estábamos. Te dicen que vas a tardar semanas en salir», aseguró la joven, que egresó de la Universidad Rafael Belloso Chacín como licenciada en Relaciones Industriales.
En la cárcel de Luisiana tenía los mismos beneficios que cualquier centroamericano; le daban tres comidas (desayuno, almuerzo y cena), le permitían una llamada al día y 20 minutos de sol. Solo en el ala de mujeres estimó que había cerca de 1.700 personas, a diario entraban 150 en promedio.
En todo el proceso enfrentó interrogatorios de las autoridades; le llaman «miedo creíble», en el que los migrantes le tienen que contar al interrogador qué fue lo que vivieron en su país, por qué salieron, quién los persigue o amenaza. Esas respuestas son evaluadas por las autoridades y están registradas en sus casos antes de recibir respuesta de un juez.
Los jueces, dependiendo del caso y los argumentos, pueden fijar una medida de salida de la cárcel, donde dicen si se debe pagar una fianza, utilizar un grillete o bajo parole, que es un tipo de admisión especial que indica que el migrante está en proceso de solicitud de asilo político.
Después de 21 días, el 9 de mayo, salió debido a que se reportó un brote de COVID-19 en el centro y las autoridades permitieron la salida de las personas con enfermedades preexistentes. Ella es asmática. Le fue otorgado el beneficio del parole.
«Esta es una de las experiencias más difíciles de mi vida. Todo es cuestión de suerte, aunque hay que aferrarse a la fe también, porque nadie dijo que sería fácil», dijo Angélica.
Carlos estuvo 86 días detenido sin ver el sol
A diferencia de Angélica, Carlos tardó 86 días detenido en el Centro de Detenciones de San Antonio, Texas. En esos días no vio el sol. Estuvo encerrado en un galpón de cuatro paredes con 100 camas con bases de hierro y colchones, con un comedor en el centro, una sala de baños y en un extremo una pequeña cancha de básquet.
«Siempre estás encerrado. No veis nada. No veis más nunca el sol. Solo sales si vas el domingo para la iglesia y si viene tu abogado y te recibe en una oficina. Pero todo es ahí mismo. Es como una cárcel de máxima seguridad. El mayor problema es el encierro y el frío que lo mata a uno», recordó Carlos, de 36 años.
Carlos
Carlos llegó a Estados Unidos por el puente fronterizo de Piedras Negras. Esperó un mes en un refugio del lado mexicano hasta que el 12 de junio de 2019 autorizaron su ingreso a lado de Texas, donde lo recibieron agentes de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza.
«Lo primero que hacen es entrevistarte. Te preguntan por qué te viniste a Estados Unidos, quién te amenaza… Ellos deciden ahí si te pasan a un centro de detenciones o no. Estuve ahí 15 días en un cuarto chiquito, con un frío terrible, pero primero me quitaron los cordones, la correa y las pertenencias. A los 15 días me pasaron al centro de detenciones», cuenta.
En el centro de detenciones le ofrecieron tres comidas diarias y tenía la oportunidad de comprar meriendas y hacer llamadas. «Te dan un número de cuenta para que tu familia te deposite y en la comisaría puedes comprar refrescos, hacer llamadas; también hay tablets con acceso a Internet, pero solo para consultar páginas legales de agencias migratorias».
Durante la detención, un juez evalúa el caso y determina las condiciones en las que sale el migrante. Carlos salió con el beneficio del parole, que le otorga un año como máximo para iniciar el proceso de asilo político.
«Los que vienen con familia tardan menos; algunos van a un centro de detención familiar donde no tardan ni cuatro días detenidos. Pero para los que venimos solos es muy distinto», dijo.
Juan se enfrenta a la deportación
El día que Juan cruzó el Río Bravo, con un morral pequeño en el que llevaba un jean, tres franelas, dos camisas y unos zapatos, pensó que lo peor había pasado. Llegar a la otra orilla fue para él un triunfo. Cuatro días después llegó la pesadilla: está detenido y no le permitirán quedarse en Estados Unidos.
Juan tiene 21 años, es el mayor de tres hermanos y tuvo que dejar sus estudios de Contaduría en la Universidad porque en su casa el dinero no alcanzaba para pagar la cuota mensual ni la inscripción, tampoco para pagar el tratamiento médico de su hermana, que no pudo caminar más por una enfermedad de la que no tiene diagnóstico, y porque en su casa ya no había dinero ni para comer.
¿De dónde vamos a sacar para responder por lo que se debe aquí, lo que se tendrá que pagar allá y lo que habrá que buscar para que regrese?
La madre de Juan, el joven que no recibió el asilo
Comenzó a trabajar en un mercado y llevaba en una bicicleta las bolsas de comida que compraban las personas como una especie de delivery. Le daban una bolsa de comida pequeña cada viernes, pero en casa seguía la necesidad, la pobreza y las urgencias.
Por eso tomó la decisión de irse. Visualizaba su nueva vida en Estados Unidos con mucho trabajo, pero también con la posibilidad de ayudar en su casa. Todo terminó el día que lo entrevistaron en el sitio donde llevan a los migrantes una vez que cruzan y una persona le dijo: «Usted no es candidato para asilo, tiene que volver a su país».
Le dieron la oportunidad de hacer una llamada y se comunicó con su familia y esta, a su vez, con otro familiar que ya vive en Estados Unidos. Necesita un abogado si quiere apelar, pero el que menos cobra les pide 3.000 dólares. «¿De dónde vamos a sacar tanta plata?», preguntó su mamá en Miranda, con la voz quebrada. «¿De dónde vamos a sacar para responder por lo que se debe aquí, lo que se tendrá que pagar allá y lo que habrá que buscar para que regrese?».