Refugiados, víctimas de catástrofes naturales, epidemias y genocidios: en los últimos 50 años, Médicos Sin Fronteras (MSF) ha brindado atención médica a millones de personas en zonas de crisis y conflicto. Cientos de miles de médicos, enfermeros y personal logístico, en su mayoría locales, instalan hospitales de campaña, operan, vacunan o envían medicamentos. En reconocimiento a su labor humanitaria en todo el mundo, la organización de ayuda de emergencia recibió el Premio Nobel en 1999.
IDAED / DW.
“Todo empezó a finales de los años 60”, cuenta Ulrike von Pilar, cofundadora de la sección alemana de MSF. En aquella época, la región de Biafra, rica en petróleo, quería separarse de Nigeria. Varios médicos franceses, que trabajaban para la Cruz Roja Internacional, vieron a miles de personas gravemente desnutridas en la guerra civil y sospecharon de un genocidio. Por ello, no quisieron someterse al mandato de silencio y neutralidad de la Cruz Roja.
Algunos de ellos fueron los que fundaron la organización Médicos sin Fronteras. “Los principios fundamentales eran: salvar vidas en todo el mundo, cueste lo que cueste, y dar testimonio de los crímenes contra la vida humana”, dice Von Pilar. Aunque más tarde se demostró que no hubo un genocidio en Biafra, denunciar la injusticia siguió siendo esencial para MSF.
Dilema ético
La hambruna de 1984 en Etiopía se convirtió en un gran desafío. Gracias a los reportes en los medios de todo el mundo y a los conciertos de “Live Aid”, llegó mucha ayuda económica a Etiopía. El dictador Mengistu Haile Mariam utilizó la ayuda para deportar a los grupos étnicos de la oposición al sur del país, donde murieron miles de personas. “Como nadie tomó nota de estos crímenes, MSF Francia los denunció en una dramática rueda de prensa”, señala Ulrike von Pilar, “aun sabiendo que posteriormente tendrían que abandonar el país y con él a sus pacientes”.
Una y otra vez, MSF se enfrentó a este dilema ético fundamental: O se salvan vidas con el consentimiento de los gobernantes o se denuncian los crímenes cometidos por los gobernantes, y luego tal vez se tiene que abandonar a los pacientes. En 1994, cuando la opinión pública mundial ignoró el genocidio del pueblo hutu contra la minoría tutsi en Ruanda, MSF llegó a pedir una intervención militar, sin éxito.
La organización también aboga en muchas ocasiones por medicamentos para los más pobres. Mpumi Mantangana, veterana en la lucha por los medicamentos contra el VIH en Sudáfrica, trabaja en la oficina de MSF en Khayelitsha, un barrio pobre de Ciudad del Cabo. La situación era mala a finales de la década de los 90, recuerda la enfermera. Los pacientes con VIH que morían estaban muy estigmatizados por la sociedad. “Y el entonces presidente, Thabo Mbeki, negó que hubiera un problema de VIH en absoluto”, agrega Mantangana.
Para entonces, más de cuatro millones de sudafricanos ya estaban infectados y miles morían cada día. Cuando los primeros medicamentos antirretrovirales salieron al mercado, eran inasequibles para muchos: el costo era de 10.000 euros por persona al año. “En mayo de 2001, empezamos a suministrar los medicamentos a determinados pacientes con VIH, muy pocos, porque los medicamentos eran extremadamente caros”, afirma Mpumi Mantangana.
Buscando soluciones
En ese momento, MSF compró medicamentos antirretrovirales baratos al Gobierno de Brasil, que producía medicamentos genéricos contra la voluntad de las grandes empresas. Los trabajadores de MSF ocultaban de los controles policiales los fármacos, que entraban de contrabando a Sudáfrica .
“Pero entonces”, recuerda Mpumi Mantangana con ojos brillantes, “Nelson Mandela, que había perdido un hijo por el sida, visitó la clínica de MSF en Khayelitsha. “Y se puso, para nuestra sorpresa, una camiseta de MSF con las palabras ‘VIH positivo'”.
Este gesto de Madiba, como también es conocido Mandela, aumentó la presión sobre las autoridades responsables. Poco después, todos los sudafricanos tuvieron derecho a una terapia antirretroviral gratuita.
Hoy en día, Médicos Sin Fronteras está presente en más de 70 países y cuenta con 45.000 empleados. El presupuesto anual -unos 1.600 millones de euros- procede en gran parte de donaciones. En algunos países especialmente amenazados, como Haití o Sudán del Sur, MSF sustituye incluso al sistema sanitario estatal.
No todo es color de rosa
Pero, a pesar de la noble pretensión, no todo marcha sobre ruedas. Margaret Ngunang, por ejemplo, habla de la arrogancia de los “semidioses blancos vestidos de blanco” y de una actitud racista sutil. La trabajadora social, que es de Camerún y vive en Nueva York, aceptó un trabajo de MSF en Juba (Sudán del Sur) en 2018. “Cuando entré en el despacho de la subdirectora del programa, me ignoró durante minutos. Supongo que pensó que era una sudanesa del sur”, recuerda. También habría sufrido repetidamente pequeñas agresiones por parte del personal europeo y estadounidense de MSF.
En 2018, también se reveló que los empleados de MSF en África habían tenido contacto con prostitutas locales. Los incidentes se investigaron rigurosamente y los implicados fueron despedidos, pero el daño a su imagen permaneció. En Estados Unidos, alrededor de mil exempleados escribieron una carta abierta en la que exigían categóricamente el fin del paternalismo y el racismo en Médicos Sin Fronteras.
Hoy en día, según informan expertos, hay intensos debates en MSF sobre cómo eliminar el racismo estructural en la cooperación de la ayuda de emergencia. Se están haciendo esfuerzos para reducir la desigualdad entre el personal local y el internacional, y para emplear más personal que no sea blanco a nivel internacional. Las decisiones estratégicas también se desplazarán más de Europa al Sur global. 50 años después de su fundación, la organización aún tiene mucho que hacer, tanto a nivel interno como mundial.