23 noviembre, 2024 11:36 am

Conclusiones sobre seguridad en Latinoamérica y el Caribe

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La militarización del servicio policial, el uso de nuevas tecnologías por redes transnacionales y los problemas de soberanía son apenas algunos de los factores que elevan las tasas de violencia en la región.

La semana pasada se celebró en Ciudad de México una nueva reunión del Observatorio del Crimen Organizado y la Gobernanza Democrática en América Latina y el Caribe, una entidad que surgió hace diez años por iniciativa de la Fundación Friederich Ebert, y que desde entonces ha permitido el intercambio de ideas e informaciones sobre los problemas de seguridad ciudadana que aquejan a todos los países del área.

La sesión final consistió en un panel abierto, que contó con la exposición central de Eduardo Vergara, ex jefe de Seguridad Pública del ministerio de Interior de Chile y actual Director Ejecutivo de la Fundación Chile 21. Vergara se define como un “cientista político” de filiación socialdemócrata o, como gustan autodenominarse, “progresista”.

La intervención fue titulada “Cómplices del populismo de la mano dura…”, lo que ya sugiere una postura crítica en torno a una de las principales características de las políticas de seguridad que se vieron en los países latinoamericanos y del Caribe durante los primeros lustros del siglo XXI.

En esta entrega, serán revisados -a título enunciativo- algunos puntos en común que han tenido las políticas o planes de seguridad ciudadana en estos países. Nos daremos cuenta de que muchas de tales medidas han trascendido los encasillamientos que suelen hacerse en términos de izquierdas o derechas, progresistas o conservadores. para aproximarse más a la necesidad de lograr resultados concretos y en lapsos breves, en términos que sean políticamente aprovechables.

*La bota inevitable: mientras estas líneas son redactadas, el gobierno de Guatemala hace preparativos para recibir un contingente de efectivos de la Marina estadounidense, con la finalidad oficial de llevar a cabo un ejercicio conjunto de asistencia humanitaria. La misma fuerza de tarea se desplegará en Belice, El Salvador y Honduras. Uno podría pensar que esta es la lógica de gobiernos conservadores como el de Jimmy Morales.

Sin embargo, al mismo tiempo, el gobierno “progresista” de Andrés López Obrador anuncia la gestación de una Guardia Nacional para trabajar asuntos de seguridad pública. Aunque este cuerpo no pertenece formalmente a las fuerzas armadas mexicanas, su contingente inicial y sus mandos tendrán un claro predominio castrense.

En la Venezuela “revolucionaria” de Maduro, los militares también están posicionados en todo el aparato de seguridad ciudadana, en contravención a las normas de la Constitución y de la Ley del Servicio de Policía.

Y la carencia ya crónica de un pie de fuerza en los cuerpos uniformados civiles para siquiera cumplir con los estándares internacionales de encuadramiento (3,6 policías por cada mil habitantes), unida a una profunda fragilidad institucional, hace pensar que los militares permanecerán en labores de policía, sea cual sea el signo del gobierno que esté de turno en Miraflores.

*Populismo punitivo: en los gobiernos de todos los signos, hay la noción de que la seguridad ciudadana, o mejor dicho, los indicadores de criminalidad pueden mejorar sacando de las calles -con o sin vida- a las personas cuyas conductas sean consideradas reñidas con las leyes. Esto pasa por calificar como delictuales ciertos comportamientos que anteriormente no lo eran, y que probablemente eran considerados simples faltas. El tema de las drogas se presta mucho para esta discusión. En Colombia, por ejemplo, está en desarrollo un debate que intenta alterar los estándares fijados para la determinación de las dosis mínimas de marihuana, que pueden ser tomadas como mero consumo personal y no para el comercio. Esa controversia no pasaría de ser un mero ejercicio académico a no ser porque es promovida desde la propia Presidencia del país, con el argumento de la protección a la salubridad pública, y la creencia no documentada de que hay un nexo causal entre el consumo de esta hierba y las altas en la criminalidad.

Un ejemplo si se quiere caricaturesco del populismo punitivo es la sanción ya evaluada en Argentina y Nueva York para aquellas personas que envíen mensajes de texto mientras caminan por las calles. Actualmente, se considera que estos transeúntes podrían ser obligados a pagar una multa. Como esto no funcionará, pronto veremos un endurecimiento de las sanciones que podrían consistir en arrestos. Y así, poco a poco, se difuminan las libertades.

En la Venezuela de Chávez/Maduro, esta tendencia tiene numerosos ejemplos, que van desde los endurecimientos a las penas por portar armas o el robo y el hurto de vehículos, hasta todo un “menú” de amenazas de prisión contra la disidencia política o aquel que manifieste algún disenso incómodo para el poder. Las estadísticas demuestran que, en ninguno de estos casos, han mermado las conductas que se pretendía mitigar. En lo relativo a los robos y hurtos de vehículos y los portes de armas, las aparentes disminuciones en los números netos de expedientes procesados por la policía judicial tienen más que ver con razones de mercado: los vehículos son cada vez más escasos y deteriorados, y las armas y municiones han elevado sus costos a tales extremos que incluso los delincuentes comunes piensan dos veces antes de usarlas. Si un cartucho 9 mm cuesta un dólar en el mercado informal, una cacerina se llevaría aproximadamente tres sueldos mínimos.

*Emigrantes, los eternos culpables: progresistas o no, a los gobernantes latinoamericanos les resulta muy complicado justificar ante sus propios electores -a menudo ávidos de más y mejores trabajos- cualquier política que implique la acogida de emigrantes. Esta dificultad se incrementa cuando tales personas llegan a las fronteras nacionales por oleadas, como está ocurriendo con la llamada “diáspora” venezolana, que según las cifras conservadoras de Acnur ya sobrepasa los cuatro millones de personas, algo así como el 13% de la población del país.

Los emigrantes no solo son vistos como individuos que restan empleos a las poblaciones de los países anfitriones, sino también como posibles participantes en alzas de criminalidad. En uno y otro casos, las conclusiones se basan en información sesgada. Quien esto escribe ha visto cómo en México, Colombia, Trinidad y Panamá, por citar algunas partes, los venezolanos han asumido los trabajos que desechan los residentes locales, e incluso también las personas que han emigrado años atrás y que ya han obtenido una posición de mayor bienestar.

En Perú, últimamente se han magnificado las noticias sobre casos de asaltos y homicidios que efectivamente involucran a venezolanos. Aunque son dignos de análisis, por lo que pueden indicar sobre el posicionamiento de redes incipientes, y algunos han sido extremadamente cruentos, no existe una sola evidencia estadística que confirme que los venezolanos son protagonistas principales del delito. Como tampoco la existía cuando el ministro Reverol, y antes que él González López atribuyeron a los colombianos el auge del hampa en el municipio Sucre y en Táchira.

En su obra Mafias on the move, Federico Varese lo explica con claridad: los criminales que desean asentarse en un territorio ajeno, ya sea solos o en grupos estructurados, necesitan la aquiescencia de un anfitrión, alguien que domine el patio con antelación. Desde luego, este difícilmente aparecerá en los partes policiales. Las fotos de las noticias solo tendrán a los peones.

*Soberanías versus redes transnacionales: este dilema no es nuevo, pero algunos actores han cobrado mayor relevancia. En Centroamérica, las maras y los carteles mexicanos han ampliado su radio de acción hasta abarcar a varios países y múltiples actividades de crimen organizado, que van desde los secuestros y la trata de personas hasta el tráfico de armas. En esto, las nuevas tecnologías y plataformas para la comunicación son herramientas fundamentales. En Venezuela, hay redes de prostitución transnacional que convocan a mujeres y hombres por Facebook, y les pagan estadías y “honorarios” por servicios durante fines de semana o temporadas completas en ciudades de Colombia y las Antillas Holandesas.

Pero los conceptos de soberanía, anclados en nociones que comenzaron a formarse hace tres siglos, impiden a los estados una acción eficaz contra estos grupos. Si los poderes ejecutivos de tales estados no gozan de alguna afinidad política, o simplemente están enfrentados, como ocurre actualmente con Venezuela y Colombia, o con Venezuela y Brasil, se beneficiarán las redes criminales que anteriormente veían a estas fronteras como áreas de contención. No es de extrañar entonces que grupos como los Urabeños o el Ejército de Liberación Nacional (ELN) atraviesen en la actualidad fases de expansión en sus territorios y actividades.

En México, López Obrador se percató de este riesgo, y entendió que le convenía llegar a mínimos acuerdos con su par estadounidense, pues de lo contrario la gobernabilidad fronteras adentro se vería comprometida casi de inmediato.

Los países latinoamericanos y algunos del Caribe son, desde la década pasada y en términos generales, los territorios con las tasas más elevadas de homicidios por armas de fuego de todo el mundo, sin que exista en ellos alguna conflagración armada. Esto ocurrió en una época en la que las llamadas izquierdas llegaron a tener una clara mayoría (12 de 19 gobiernos latinoamericanos para 2009). Los gobiernos de este signo se embarcaron en reformas policiales e incluso institucionales, al promover constituyentes con mayor o menor grado de éxito político. Pero en lo atinente a seguridad ciudadana el fracaso fue una constante. Es por esto que Vergara finalizó su exposición con un mea culpa: “El progresismo ha demostrado tener un gran complejo con la seguridad”. En su descargo, y tomando en cuenta la realidad nada auspiciosa de los países cuyos gobiernos no podrían ser calificados de “progresistas”, hay que concluir que el problema no es promover una determinada ideología. El problema se presenta cuando esos discursos impiden llegar a diagnósticos acertados de las realidades, y tomar a tiempo las decisiones que sean pertinentes. Esto a menudo implica la formación de consensos con factores que no siempre comparten una misma visión sobre la política.

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